"Die Instrumente von Gott"

 

Un día Satanás decidió crear un gran caos en la humanidad, pero fue detenido por el poder de Dios. No queriendo darse por vencido discutió con Dios acerca de los humanos. Satanás decía que los hombres eran unos ingratos, infieles y orgullosos, disfrutaban haciendo el mal y  algún día se convertirían en demonios, por lo tanto no merecían la salvación y era mejor que se los entregara ahora. Dios le contradijo recordándole a viejos profetas y que Él ya los había salvado, limpios o impuros; y que el hombre a pesar de sus pecados siempre volvía a Él.

 

Como Satanás sabía que aún no era su hora y deseaba ganar algunas almas para sí, le propuso que a cambio de rendirse de momento pusiera a prueba a hombres que hubiesen sufrido mucho para brindarles poderes divinos y convertirlos en semi-ángeles-profetas para librar al mundo de humanos malignos, cambiar destinos, confundir los corazones, etc. (Haciendo lo contrario que con Job). Dios aceptó con la condición de que Él escogería a ésos hombres y les designaría su trabajo. El diablo en cambio solicitó que realizaran tales acciones con los pecados que los marcaron y él los impulsaría en el momento que los estuviesen realizando. Además, si alguno de ellos se olvidaba de Dios por un segundo, él los convertiría a todos en comandantes de sus legiones para reiniciar la guerra.

 

Ambos estuvieron de acuerdo que para empezar, los corazones de ellos debían ser puros de corazón aún. Y así escogieron al sereno y melancólico Caelis (Fatali), un abad acusado de brujería durante la Inquisición y ahora el más cercano a Dios. Es quien recibe sus mensajes(por medio de cartas, fax, e-mail). Luego al temperamental y violento Silvus (Ira), un huérfano de guerra, y al sigiloso y locuaz Nix (Liar), heredero de una rica familia, quién perdió todo a mano de sus tutores cuando era un adolescente. Todos cambiaron sus nombres de acuerdo a aquello que los marcó: el Destino, la Ira y la Mentira.

 

Pasaron varios siglos y muchos sucesos sin que ellos se olvidaran de Dios y sufriendo por la forma en que debían hacer su trabajo, pero se conformaban con que así el demonio se mantendría quieto y no se burlaría de Dios. Hasta que un día alguien más se les unió... un Catalizador.

 

 

Resumen de parte del cuento "Die Instrumente von Gott" (Los instrumentos de Dios),  tomado del libro  "Das, was die Schimäre mich zählte" © (Lo que la Quimera me contó) de: Reno Van Zeller. 2002. Todos los derechos reservados ©

 

 


 

 

Das, was die Schimäre mich zählte

 

ReNo Van Zeller

 

 

 

 

 

Die Instrumente von Gott

Libro 3

 

1. El Encuentro

 

Bajo el cielo del anochecer las cosas se tornan de un ceniciento matiz, y las copas de los árboles son las últimas en querer desprenderse de los lánguidos rayos naranjas del sol. Cubierta por la triste atmósfera del día agonizando, me parece que estoy muriendo con él.

 

Mis pies cansados me llevan por un sendero hacia un pequeño bosque. Ni siquiera he pensado dónde pasaré la noche. En verdad, eso ni siquiera me importa. No me importa nada de lo que me muestre ésta vida, ni de lo que posea la mía. Ése es mi sentir, ahora.

 

El terreno asciende y, al llegar a la cumbre de la pequeña colina, el bosque termina junto a un amplio claro un poco más abajo del nivel del camino que lo bordea. Rápidamente diviso que al final del sendero, y entre otra línea de pinos, se asoman las tejas marrones y ahumadas de una aldea. Al emprender de nuevo mi trayecto, una fuerza extraña atrajo mi mirada hacia la izquierda, al centro del claro. De la nada, un hombre rubio, vestido de una blanca capa o abrigo de una sola pieza y sombrero de copa alta adornado con una pluma, había aparecido y me estaba observando. Escuché su voz en mi cabeza, llamándome.

 

Su seductora y susurrante voz me pedía que escuchara sus palabras. Yo continuaba caminando, lentamente. Sus ojos se habían anclado a los míos. Unos celestes y fríos ojos, cubiertos por algunos mechones rubios y alborotados, y una delicada joya en sus orejas, eran lo único que podía apreciar bajo el ala ancha de su sombrero blanco y el cuello alto y holgado de su capa. Aunque no conseguía ver su rostro, sabía que estaba sonriendo.

 

Una pequeña ráfaga de viento, que mecía su cabello graciosamente, llegó hasta mí, helándome. Eso me hizo notar que nevaba, pero tan sólo sobre él. El suelo a sus pies estaba completamente cubierto y los copos de nieve danzaban en torno a sí. Una suave corriente agitaba su blanco abrigo y con el éter a su alrededor, le hacían parecer de pronto como una brillante visión. Su voz también me rodeaba. Me invitaba una y otra vez a escucharlo. Y tan sólo decía: “Escúchame”  “Escucha lo que te digo” “Oye mis palabras”

 

¿Qué querría decirme? No lo sé, pero algo en mi interior lo rechazó. Pensé inmediatamente que todo lo que él me diría no serían mas que mentiras, solo mentiras. ¿De dónde llegué a ésa conclusión? Tampoco lo sé, pero estaba segura que era  acertada, así que, apresurando mi paso, lo dejé atrás.

 

La aldea era más pequeña de lo que esperaba. A lo sumo habrían cinco casitas desvencijadas y silenciosas. Ni un alma aparecía. Puertas y ventanas estaban completamente cerradas. Nadie iba a darme abrigo, lo sabía, de modo  que decidí continuar hasta donde mis pies me llevaran.

 

Un campo recién arado se extendía hasta el horizonte, sin final. Sólo el pequeño camino se había ensanchado para convertirse en una recta carretera de tierra que partía en dos aquel vasto terreno amarillento. Más allá no hay nada para mí, pensé. Tal desolación era peor para mi ya desencantado corazón. Tan sólo había avanzado unos veinte metros para contemplar el paisaje y, girando sobre mis talones, retorné sobre mis pasos. No era algo que me gustara hacer, volver sobre mis pasos, tanto en mi vida como en mis acciones, pero sentí que lo que había más allá no era para mí.

 

Las frescas carcajadas de tres niños marchando a mi encuentro me tomaron por sorpresa. Dos niños y una linda niña que no pasarían de los once años. El más pequeño, de unos seis años, me preguntó si había visto a una joven muy bella, de cabellos castaños y dulce mirar. Agregó también, que ella era la salvación para su pueblo. Al asegurarles que no conocía ni había visto jamás a una joven con tales descripciones, me despedí de ellos, admirada por aquellos jóvenes corazones llenos de esperanza.

 

Volví a la aldea y el sol aún no quería morir. Rodeé algunas casas por curiosidad. Había gente adentro, pero parecía que trataban de hacer el menor ruido posible. ¿Porqué se estarían escondiendo? Un grito agudo desgarró el silencio. Volví mi rostro a la vereda que dividía la aldea y, en él, un hombre avanzaba a paso largo y firme. Vestía un traje verde bosque, albornoz corto y rasgado, dispuesto en varias piezas, botas altas y coronadas por tiras de telas para sujetarlas, un sombrero de ala ancha y copa baja, y joyas colgadas o incrustadas en sus ropas. De sus orejas colgaban unos largos pendientes con  dos delicadas piedras en un hilo de oro. Un quejido me volvió a su mano derecha, en la cual colgaba un bulto. No, no era un bulto, era la niña con la que me acababa de encontrar en la carretera!

 

¡Ése abusivo! ¿Qué pensaba hacer con la niña arrastrándola de ésa manera? Fuera lo que fuera, no lo iba a permitir. Por un momento los perdí de vista, pero los lamentos de la niña me guiaron al bosque contiguo a la entrada de la aldea. Escondida entre los arbustos, planeaba asaltar el hombre cuando tuviera la oportunidad y así liberar a la niña.

 

La sujetaba fuertemente de su pequeña quijada mientras la llevaba hacia un árbol de pino y la alzaba estrellándola hacia él sin soltarla. Iba a actuar en ése momento, pero mi impulso fue bruscamente detenido por un inmenso poder que paralizó todo mi cuerpo. ¿Qué era lo que estaba sucediendo? ¿Qué clase de persona era ésa? Podía ver su cara claramente, estaba cargada de ira y un sentimiento de devastación se apoderó de mi. Esos cabellos cortos y negros como la noche más oscura, ésa mirada violenta e inflexible se acercaron al temeroso semblante de la pequeña que lloraba. Sentí temor, me cuesta mucho reconocerlo.

 

“Tú serás la carnada para atraerla”, le dijo. La pequeña le rogaba que no lo hiciera, que ella no quería. Sin escucharla, principió a recitar unos versos y palabras que no entendí. El árbol comenzó a iluminarse con una fluorescente luz blanca, la corteza comenzó a volverse traslúcida e incrementó su grosor. La pequeña, sujeta aún por la quijada, perdió todas sus fuerzas de luchar y de su garganta brotó un canto que hacía eco a los versos del hombre, mientras, poco a poco, la corteza la absorbía.

 

Yo seguía sin poder moverme, mis ojos estaban tan abiertos por el horror que estaban presenciando y lo que en mi mente estaba observando. En un último suspiro, la pequeña me mostró lo que estaba sintiendo y sucediendo cerca de ahí en ése momento. Las imágenes mentales viajaban hacia la carretera donde había estado, los dos niños y una bella joven de cabellos castaños corriendo en busca de la pequeña, y se alternaban, con la profunda tristeza de la niña diciéndome que ellos ya venían en su busca y que por su causa morirían, y con ella, todas sus esperanzas. De inmediato, en la carretera, la tierra del camino se partió en dos bajo los pies de los tres amigos y una grieta se los tragó hasta el cuello. El crujir de la tierra anticipaba un desastre mayor, cuando ésta, como una ola arrastró los cuerpos vivos sujetados entre la fisura hasta la entrada de la aldea. La niña derramó una lágrima. Las cabezas se inclinaban una sobre la otra al ras del terreno.

 

Los había matado.

 

Mis ojos ardían por llorar y no podían. En ése momento, sentí mi cuerpo libre de aquella invisible atadura. Volví mi rostro hacia la niña, pero era demasiado tarde, la corteza diáfana del árbol se había convertido en su tumba. Parecía una muñeca dormida en una de ésas esferas de cristal. Y aquel hombre... aquel hombre había desaparecido. Maldito.

 

No debía estar lejos. Lo buscaría hasta el fin del mundo si era necesario. No tenía derecho! No había razón! Mi mente estaba tan ofuscada que mientras corría saliendo del bosque hacia el claro, casi tropiezo con una silueta similar a la de él. Estaba ahí parado, de espaldas a mi. Estaba furiosa. Ya vería quien soy yo! Lo enfrentaría cara a cara! Pero... Quedé paralizada al ver el rostro.

 

No era él. Suspendida frente a aquella nueva visión, mi mente quedó en blanco buscando descubrir su naturaleza. Él sólo miraba al cielo, con aquellos seráficos ojos claros y una expresión de éxtasis en su semblante. “Es el destino”, dijo, no sé si para mí ó solo para él. Toda la rabia que tenía, había desaparecido.

 

Sobre sus cabeza de cabellos castaños y alborotados, se posaba un gorro de rojo vino como el resto de su traje. Igual que los demás, delicadas piedras adornaban su ropa colgando de ellas. El suave viento agitaba su corta capa y los pliegos de sus holgadas mangas y pantalones. Una suave y celestial luz lo iluminó en la noche ya consumada.

 

Lentamente, y con la gracia de un ángel extendiendo sus alas, elevó su brazo derecho descubriendo algo inesperado para mi: un buzón rojo. ¿De dónde había salido eso? Un papel blanco salió de la hendidura y él lo tomó. Colocándolo frente a si, como para leerlo, pero sin bajar su mirada, repitió: “Es el destino”

 

Lo único que logré comprender fue que todo lo que había sucedido era necesario. Dios lo había aprobado... ¡¿Dios lo había aprobado?!

 

 

2. Los Instrumentos de Dios

 

(Traducción en proceso por: Mayo Angheli)